En Córdoba, el presidente intentó cerrar filas con un discurso de campaña en el que prometió llevar al país hacia una suerte de “tierra prometida”. La fórmula, sin embargo, vino acompañada de un menú ya conocido: ajuste fiscal, desregulación de la economía y flexibilización laboral.
En su paso por Córdoba, el presidente Javier Milei sorprendió al compararse con la Alianza mientras defendía su plan de reforma laboral.
El mensaje buscó despertar épica entre sus seguidores, pero también dejó al descubierto la apuesta política del oficialismo: sostener que el sacrificio social inmediato será recompensado en un futuro de prosperidad. Una narrativa que recuerda a experiencias pasadas donde las promesas de crecimiento ilimitado se diluyeron en crisis económicas y retrocesos sociales.
La apelación a esa “tierra prometida” funciona como un recurso simbólico, aunque al mismo tiempo exhibe la crudeza del camino propuesto: un modelo que exige resignaciones presentes en nombre de un porvenir incierto.
Con el dólar superando el techo que el propio Gobierno había diseñado y el riesgo país por encima de los 1400 puntos, el presidente Javier Milei eligió la Bolsa de Comercio de Córdoba para dar un discurso con fuerte tono de campaña. Allí prometió profundizar la desregulación económica y avanzar con una reforma laboral que, según sus palabras, conduciría a la Argentina hacia “la tierra prometida”.
Lo llamativo fue la comparación elegida: Milei se ubicó en paralelo con la experiencia de la Alianza de Fernando De la Rúa, un gobierno que terminó marcado por el ajuste, la recesión y la crisis institucional de 2001. El Presidente incluso aludió al episodio que simbolizó el principio del fin de aquella gestión: la llamada Ley Banelco, aprobada en medio de denuncias de sobornos en el Senado para garantizar la flexibilización laboral.
El guiño histórico, lejos de transmitir confianza, expuso la fragilidad del relato oficial: mientras los indicadores económicos se deterioran, Milei reivindica un antecedente político asociado al fracaso y la corrupción. Una comparación que, más que reforzar su discurso, abre interrogantes sobre la viabilidad y los costos sociales del camino que propone.
En un discurso que buscó cerrar filas bajo la idea de una conspiración opositora destinada a desestabilizar su gobierno, Javier Milei apuntó con dureza contra el Congreso, el “partido del Estado” y los gobernadores. En contraste con esas acusaciones, el Presidente se mostró confiado en que, por un supuesto “principio de revelación”, el próximo 26 de octubre “el mapa se pintará de violeta”.
La promesa para quienes lo acompañen en las urnas fue clara: más desregulación económica y una reforma laboral. Sin embargo, lejos de ser una demanda popular, esas medidas responden más a las exigencias del Fondo Monetario Internacional que a los reclamos de un electorado golpeado por la inflación y la recesión.
El discurso, envuelto en épica electoral, expuso las prioridades de Milei: culpar a la política tradicional de los obstáculos de gestión mientras reafirma un programa económico que traslada el costo del ajuste a la sociedad. Una estrategia que apuesta a la polarización como motor de campaña, aun cuando los resultados económicos erosionan la base de confianza que lo llevó al poder.

